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sábado, 13 de noviembre de 2010

"Vértigo (Como Cuando Caes Al Vacío)" 0007

Y, probablemente, no tenga que ver con nada de lo que me contaste, ni me influya en absoluto nada de lo que me dijiste. Es más que probable que lo olvide al instante, y que no haga caso de ello nunca más. Y no será porque no me parezca importante, que me lo parece, sino, simple y llanamente, porque yo soy de esa clase de tíos que olvidan las cosas sin más, aunque sean importantes.

Como aquella noche, en la que estábamos los dos tan borrachos, viendo los fuegos artificiales desde la ladera del Castillo, y tú susurraste que me amabas. Fingí que, entre las explosiones y las luces de colores, no te había escuchado, pero sí lo hice. Te quedaste en silencio unos segundos, como esperando mi respuesta, que nunca llegó, y no lo dijiste nunca más. Es curioso, pero, creo que, en aquel momento, también yo te amaba, pero tenía miedo de reconocerlo. Y lo olvidé. O como aquella otra tarde, lluviosa como nunca en esta ciudad, en que José, o Joaquín, o como quiera que se llamase aquel pseudo-novio que tuviste una temporada, me pidió, o más bien me ordenó, fíjate qué cosa, que te dejara en paz para siempre, que tú eras de  su propiedad,  y que no quería verme revoloteando a tu alrededor  durante el resto de nuestros días y yo, por supuesto, bajo aquella fría lluvia otoñal, no le hice ni puto caso. Y lo olvidé. O en aquella mañana de sábado en que mi hermano me despertó para decirme que alguien muy cercano había muerto en un accidente de tráfico, pero me dio igual, o eso le hice ver, y me di la vuelta en la cama y dormí durante horas para que se me pasara el melocotón de la noche de juerga anterior. Y lo olvidé. Ojalá no lo hubiera olvidado, y ojalá hubiera llorado entonces, o te hubiese respondido, o hubiera hecho caso a aquel pelele al que tanto quisiste durante unos meses, quizás así la vida de todos hubiera sido, no sé si mejor, pero sí, sin duda, diferente. Pero no lo hice, y la única razón que puedo aducir es que, en realidad, yo soy así…

Y, viene todo esto a cuento de aquella tarde, en aquella fiesta universitaria. Aquella tarde en que me convertí en lo que soy. Y no sé si fue por su culpa o por mi culpa, y la verdad es que, a estas alturas, nada ya importa, salvo el hecho de que no soy capaz de olvidarla. Estaba aquella chica, a la que ya apenas veo, de la que estuve completamente enamorado durante mucho tiempo, a pesar de ser, como era, novia, o lo que fuera, de un amigo, de un buen amigo. No sé cómo ni por qué, pero estábamos a solas, los dos, entre una vociferante multitud envuelta en una festiva orgía de alcohol. Nada de lo que hablé o habló fue merecedor de pasar a la posteridad, y, sinceramente, sólo recuerdo flashes de una fea realidad que el alcohol maquilló como si fuera una puta barata, muy barata. Me convertí en lo que soy al verme reflejado en sus ojos tras decirle que la amaba. Me convertí en quien soy tras ver la mezcla de pena y lástima que mi torpe declaración de amor  inspiraba en mi objeto de deseo.  Me convertí en mí al despertar del sueño del Príncipe Rana, al que nadie quiso besar para comprobar si realmente se convertía en algo, o no. Y quedó grabada en mi espina dorsal la sensación de vacío, dolor y abatimiento que sentí al verme desdibujado en las pupilas de quien, en el fondo, no sentía nada por mí, salvo pena, a pesar de sus dulces palabras. Meses después de aquella noche, en unos Carnavales salvajes, tras un intercambio furtivo de miradas, nos hicimos el amor salvajemente en la trastienda de aquel restaurante que tú y yo frecuentábamos cuando éramos adolescentes. Me vi de nuevo en sus ojos, pero me encontré distinto, diferente. A ella ya no la amaba, así que, tras vaciarme en ella, la dejé allí, sola, confundida y arrepentida. Al volver con mis amigos me acerqué a su novio y le di sus bragas. Él me golpeó en la cara. Rompieron. Por mi culpa. O no. Y aunque esto sí que deseé olvidarlo, no lo hice, y la única razón que encuentro es que, en realidad, yo soy así…

Tú no lo supiste nunca, o eso creo, pero intenté liarme con casi todas tus amigas. Y lo conseguí con casi todas. Todas ellas se resistieron, sobre todo al principio, pero luego cayeron. Recuerdo especialmente a aquella chica con la que trabajaste una temporada, y que decía que buscaba a su Caballero Andante. Era tan ingenua que casi me dolió hacer lo que hice. Dudé, pero se me pasó enseguida. Apenas una hora después de conocernos ya tenía mi lengua en su garganta, y, en menos de lo que dura un partido de fútbol mis dedos se habían deslizado por su interior. Esa noche, de la que apenas si recuerdo gran cosa, ella y yo dimos el espectáculo en todos y cada uno de los bares por los que anduvimos perdidos, desorientados y excitados. No recuerdo su nombre, pero sí su aroma, lo delicado del tacto de su piel y la fiereza con la que se entregó a mí en aquel callejón por el que lo mismo no pasa nadie como te puedes encontrar a todo el mundo, según cuánto se alargue la fiesta…

O aquella otra, tan pavisosa, tan estirada, que me miraba como si fuese un leproso, pero que se deshizo en cuanto la miré fijamente a los ojos durante diez segundos. Ella, creo recordar, tenía nombre de deidad griega, pero no estoy seguro, y me enseñó que no debo fiarme de las apariencias, pues tras cada mosquita muerta se esconde un volcán ansioso por ser explorado. Aquella noche fue inolvidable, y aún hoy se me pone la piel de gallina al recordarlo cuando me cruzo con ella en algún garito, a pesar de que mira hacia otro lado y hace como si no me conociera. Ya…

Pero, la verdad, todo esto no va de eso, o, para ser más claro, todo esto no va exactamente de eso, porque, aunque mi vida, sin duda, ha sido rica en experiencias, nada de lo que hayas hecho o dicho variará el camino que recorro, nada de lo que experimentes me hará cambiar de vía, en fin, nada de lo que pretendas enseñarme valdrá al final para nada, lo sabes y lo sé.

Esto va de esas noches en que nos reunimos, esperando desfasar, y, sin embargo, nada sucede. De esos días en que crees que nada va a pasar y se destruye el mundo. De esos instantes en que crees que ya lo has vivido todo pero algo te sorprende, para bien o para mal. Esto va de esa chica que te mira en el otro extremo del bar, y que no sabes si te mira porque le atraes o porque ya le estabas mirando tú primero. Esto va de esas noches alcohólicas en que todo te parece que encaja como la maquinaria de un reloj suizo, y de aquellas otras en que metes la pata hasta el fondo, de tal forma y manera que difícilmente hubieras podido hacerlo si lo hubieras hecho adrede. Hablo de esas noches en que vuelves a tu casa, solo, y lloras por lo desgraciado y vacío que te sientes, con el desconsuelo del que sabe que eso en particular nunca cambiará. De esas madrugadas en camas ajenas. De momentos nebulosos en que te levantas junto a alguien a quien has pagado en mitad de una borrachera. Sí, de uno de esos momentos de absoluta autodestrucción. Esto va de cuando aprietas los puños, y decides que ése, precisamente ése, es el crepúsculo de tu antigua vida, porque ya no puedes caer más bajo, y decides cambiar. Esto va, en fin, de la vida.

De la vida, sí. De esa vida inmunda que desperdicias con amigos, o lo que sea, que se dedican a apuñalarte por la espalda mientras, a la cara, te conquistan con ladinas sonrisas. De esa vida que se apaga lentamente, al lado de un cónyuge al que no conociste lo suficientemente pronto como para decidir no atarte a él para siempre. De esa vida en la que eres un Don Nadie, un tipo sombrío y sin futuro que espera que suceda algo o que aparezca alguien que le saque de la agonía. O de esa vida gris, vivida entre hormigón y acero, quemada en noches sin freno en locales con luces fosforescentes, con chicas que se dejan manosear por todos y por nadie, con drogas, alcohol, sexo y diversiones prohibidas. Sí, esa es la vida que aparentemente todos deseamos, pero que, cuando la alcanzamos, nos deja vacíos, yermos e inertes. De esa vida que quisimos y no pudimos vivir, de ese tránsito, de esa perversión, de esa mueca siniestra en el rostro del destino que todos, tú y yo incluidos, nos vemos obligados, o no, a vivir, y que sólo los hados saben dónde, cómo o cuándo acabará. Y por eso, amigo, te digo que, dado que la vida es efímera, hay que respirar profundo, follarse a esa tía, beberse esa copa o meterse esa raya, y dejar que, lo que sea que haya de venir, cuando quiera, pues eso, que venga.

Si nada de lo que me rodea me resulta especialmente excitante, si nada de lo que veo a diario me inspira, si nadie de alrededor hace que mi alma vibre, ¿qué he de hacer? Volverme humo, desaparecer entre la multitud, convertirme en todos y cada uno de los tipos que más he odiado en mi vida, para así, quizás, lograr pasar desapercibido.

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