Powered By Blogger

miércoles, 10 de noviembre de 2010

"Asesino En Serio" 0003

Ésa era la primera noche que había dormido de un tirón en meses. Ésa era lo primera noche que no había tenido pesadillas en meses. Ésa era la primera noche que no había meditado en silencio sobre la, cada vez más persistente y tenaz, idea de suicidarme en meses. Y todo porque, al final, me dejé llevar. Me saqué a mí mismo del corsé que me aprisionaba, que no me dejaba ser quien soy en realidad. Ésa era la primera noche que mataba a alguien en meses.

Y, a diferencia de las veces anteriores, aún no me acechaban los remordimientos, ni el complejo de culpa, ni nada por el estilo. Estaba completamente relajado, en una especie de nirvana cósmico. Era, sin duda, la sensación más placentera de calma absoluta que había experimentado en mi vida. Como un orgasmo de tranquilidad. Nadie me había visto. Nadie podría relacionarme con la víctima. Nadie pensaría jamás que yo era capaz de hacer lo que hago. Nadie. Como las otras veces. Como todas las otras veces. Como absolutamente todas las otras veces en que había asesinado a alguien por el mero placer de hacerlo. Nunca nadie había sospechado jamás de mí. ¿Cómo podrían hacerlo? ¿Cómo?

Muchos días, al despertarme, en ese momento en que aún tienes la boca pastosa y tu cabeza no rige aún a pleno rendimiento, habría querido acabar con todo. Hubiese hecho casi cualquier cosa por detener todo, en momentos como esos. Instantes fugaces en los que mi conciencia primaria tomaba el mando de mis actos. Frente al espejo, en más de una ocasión, he deslizado por mis muñecas, juguetonas, las cuchillas que utilizo diariamente para afeitarme. Una muerte fácil, dicen. Placentera, dicen. Casi indolora, dicen. Me hubiera tendido cándidamente en la bañera, con agua tibia, y me hubiese abandonado al cálido, dulce, letal y reparador sopor. O, quizás, hubiese saltado por la ventana de mi apartamento. Diez plantas abajo. Nueve, ocho, siete… El viento hubiese despeinado mi cabello… Seis, cinco, cuatro… Un inevitable grito saldría del fondo de mi garganta, del fondo de mi ser… Tres, dos, uno… Últimos instantes de vida… Suelo... Y adiós, hasta otra. O hubiese ingerido un cóctel mortal de medicamentos, drogas y alcohol. Sí, una muerte de estrella del rock’n’roll, o de actor maldito de otra época de Hollywood, de esos tiempos en que se permitían, y se jaleaban,  los excesos, la promiscuidad, la vida llevada al límite. No como ahora, que todos son hipócritas y asépticos... Pensé en tirarme al encuentro de un convoy del metro, lanzarme frente a un autobús, dejarme caer frente a un camión de reparto, y miles de formas más de ser atropellado. Desfigurado. Irreconocible. ¿Anónimo? Pero todos esos pensamientos, esos planes, esas escapatorias metafísicas se me olvidaban enseguida, una vez despierto, una vez que observaba todo lo que me rodeaba… ¡Despierta, es una mañana maravillosa!

No es fácil esconderse. No es fácil huir. No es fácil pretender ser quien no se es, pero, con tiempo, paciencia y dedicación, se puede conseguir. Siendo como soy un monstruo imperturbable, me oculto, con mis atrocidades, a plena vista. Si la gente, hoy en día, se parara a mirar un poco a la gente que le rodea, me descubriría enseguida. Pero no. Cada uno va a su bola, a lo que va, no presta atención a las señales, a los comportamientos, al resto de la Humanidad. Hormigas trabajadoras que van y vienen. Colonias de zombis trabajadores que vienen y van. Enjambres de seres sin identidad propia que vagan por la Tierra como si fuera su casa, sin darse cuenta de que yo, y otros como yo, también habitamos en ella. Si me miraran a los ojos, sabrían quién soy, quién les vigila, quién es el que hace esas cosas que luego otras hormiguitas publican en sus periódicos… Pero no lo hacen. No me miran, por eso, a pesar de que estoy ahí siempre, no me ven. Ya no.

No huyo. No me escapo de nadie, porque nadie me persigue. No hay pasos que me acechen, no hay turba furiosa que desee acabar con mis andanzas, no hay venganza hacia mí, ni temor a ella en mi corazón. Nada de lo que me puedan hacer será peor que cualquiera de las cosas que yo he hecho ya antes. Y cuento con la ventaja de que el mundo civilizado jamás hará lo mismo que yo. No habrá ojo por ojo, no habrá diente por diente. Aún en el hipotético caso de que alguna vez reparen en mi existencia, y decidan castigarme por mis acciones, una vez expuestas mis miserias ante ellos, no podrán digerirlas, no podrán entenderlas, y creerán que estoy loco. Que soy un loco. Un simple loco. Un tarado. Me estudiarán, intentarán rehabilitarme, reinsertarme en su sociedad vacía e inculta. No tolerarán que un ser humano, un congénere, uno de los suyos, sea lo que yo soy. Buscarán indicios, historias pasadas, violencia o malos tratos, comportamientos degenerados en mi familia, lacras sociales a las que asirse, pero no las encontrarán, y, cada noche, cuando piensen en mí, tendrán miedo, porque sabrán que el hombre del saco, el sacamantecas, el monstruo del armario, en realidad, sí existe, y soy yo. Por eso no huyo. Por eso no huiré.

Ya no finjo, ni pretendo ser nadie aparte de quien sí soy. No hace falta. Nadie repara en mí lo suficiente como para ver lo que, a voces, soy. A nadie le preocupa que vaya siempre solo, que frecuente tugurios inclasificables, que no duerma por las noches o que no coma jamás en condiciones. Si acaso, alguna vez me miran con cara rara cuando digo que no fumo ni bebo, aunque sea mentira. No me disfrazo de nadie, porque el monstruo que soy no es tan extraño al fin y al cabo. Depredadores hay muchos, y, oculto entre ellos, no hace falta que esconda mis fauces demasiado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario