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sábado, 20 de noviembre de 2010

"La Merienda De Los Hombres Fuertes" 0013

Cuando era más niño imaginaba que al llegar a mi edad mi vida sería muy diferente. Me veía a mí mismo con un millón de amigos, casado y con críos, en una casa con jardín y con perro. Más que nada, porque, a mi edad, mis padres ya llevaban casi diez años casados, y tenían dos críos. Así que, si a los diez te preguntan cómo te crees que serás a la edad de tus padres, seguramente te mires en ellos y digas lo que ves. Salvo el perro. Nunca tuvimos perro, aunque yo hubiera querido. Los momentos más felices de mi infancia se ligan a perros que eran de otras personas, así que, ¿cómo no querer tener uno? En aquellos días de pan con Nocilla de dos sabores estaba "Blackie", una especie de pastor alemán negro, que era de aquel niño, Iván, o Víctor, no recuerdo bien. Hace ya tanto tiempo. Íbamos por la chopera, o cerca de la presa, o por las tierras de Danvila, que tenía unos perros muy hijos de puta, y "Blackie" siempre venía con nosotros, como en "Los Cinco". "Blackie" se peleó con un gato, y el muy cabrón le sacó un ojo. Quizás por eso no me gustan los gatos. O por eso, o porque son muy independientes, y yo no soy así. La perra que tenían mis abuelos se llamaba "Neska", y sí que era un pastor alemán de verdad. Era el animal más fiel que he visto nunca, y se volvía loca de contenta cuando les íbamos a visitar. Le enseñé a abrir el pestillo de la puerta de la huerta, premiándola con piruletas de corazón. Sé que los perros no deben comer dulces, pero, qué queréis, yo era un niño. Mi abuelo se enfadó, porque "Neska" se escapaba y se metía en casa cuando hacía frío, o si había visitas, para que la saludaran. Cuando mi tío murió, muy lejos, "Neska" estuvo toda la noche aullando de pena. Tampoco soportaba a los gatos, quizá por eso nos llevábamos tan bien. Así que, en realidad, el que yo me viera a mí mismo con perro de mayor era una cosa bastante evidente. Sobre todo porque no teníamos perro porque a mi padre nunca le gustaron. Y a mí sí.

Ahora no tengo perro, porque ya no me gustan tanto como cuando era pequeño. Ni gato, porque cada vez me gustan menos. Y no es el único error de apreciación que tuve en mi más tierna infancia. No estoy casado. Ni tengo hijos. Y los amigos tampoco es algo que abunden. Muy a menudo, tengo que andar mendigando mi ración individual de amistad, porque a la de amor renuncié hace ya demasiado tiempo. Los amigos como los de las películas, o las series de televisión no existen. Todos tenemos nuestros propios problemas, nuestras propias miserias, y no queremos compartirlas con nadie, ni que las vean de refilón, así que la amistad, como tal, cada vez es un bien más escaso. Las amistades de cuando eres un crío te parece que durarán siempre. Cada día es una aventura, y más si, como es mi caso, vives en un pueblo. Un pueblo, sí, y eso que ahora los aborrezco. Comíamos moras, tirábamos piedras al río, montábamos en bicicleta, y nos reíamos como niños, que es lo que éramos. Hoy ya no es nada como era antes, y las puñaladas, las envidias y las conspiraciones son el pan nuestro de cada día. Lo que hablas con A, lo sabe B al día siguiente, y, si lo sabe B, es cuestión de tiempo que lo sepa todo el abecedario completo. Y lo peor es que no es algo privativo de mi generación, no. Se da en todas las edades, y se seguirá dando. Por qué hablas con A, si no es mi amigo. Por qué B se tiene que meter en todo lo que no le importa. C haría mejor en callarse, porque opina sin tener ni idea... Y así siempre. Siempre... Como el amor. El amor es una gran mentira, porque sólo eres plenamente consciente de que lo has tenido cuando lo pierdes. Yo lo tuve. Poco tiempo. Pero lo perdí. Y, desde entonces, vago sin rumbo, orden ni concierto. Exactamente igual que antes de encontrarlo. Si a cada persona nos corresponde un amor en la vida, el mío ya pasó de largo. Lo dejé escapar. Por eso mantengo la esperanza de que, en realidad, ese amor del que dicen que sólo existe uno, sea el amor que se mantiene, no el que se pierde. En fin...

La vida da muchas vueltas, y en mi caso quizá hasta demasiadas. En una tarde noche solitaria de un sábado de Noviembre te vienen muchas cosas a la cabeza. Sobre todo del estilo de "debí haber hecho esto", o "quizá si hubiera escuchado a tal persona todo sería diferente", y no es sano. Los "debí haber hecho" es mejor evitarlos, porque se dan por cosas que no hiciste, con lo cual ya no tienen remedio. Y, además, te pueden dar tentaciones estúpidas, como la de llamar a aquella persona a la que "debí haber llamado" hace años, tan sólo para comprobar que eres capaz de hacer el idiota a través del espacio, pero también del tiempo. Los "si hubiera" son otra trampa mortal. Nada de lo que hagas ahora cambiará el hecho de que, si hubieras dejado que tu padre te enchufara en tal puesto de trabajo, ahora podrías estar mejor situado, pero también en el paro, o de que, si hubieras hablado antes con aquella chica que te gustaba tanto, quizás lo que escribes ahora sería un cuento floreado, pero también una nota de suicidio porque ella te ha abandonado. Todo se reduce a un momento feliz, con un instante certero, en el que dijiste "sí, puedo" y pudiste. Todo es caos, azar y suerte. Caos, azar, suerte y... soledad.

3 comentarios:

  1. Éste me ha gustado mucho (perdón, voy leyendo en desorden y a saltos). Quizá porque también me gustan mucho los perros, aunque no sé, porque los gatos también...

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  2. Pues ve con ojo, Kitty Wu, porque hay quien dice que mis cosas, leídas con cierta asiduidad pueden conducir a una severa depresión. No creo, ¿no?

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  3. De momento no es el caso. Si necesito Tranquimazin o algo similar, tranquilo, te enviaré la factura.

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