Powered By Blogger

martes, 11 de septiembre de 2012

"Decepción (Exceso De Ilusión)" 0060


(Todo lo que va a leer es falso y verdadero. Cualquier parecido con la realidad es coincidencia. Buscada, pero coincidencia...)

Sí. Soy de ésos. Me dejo llevar por la ilusión. En todo. En los juegos, en las fiestas, en las relaciones con la gente. Me ilusiono fácilmente, y la mayor parte de las veces sin motivo. Pero de eso me doy cuenta más tarde.


No nos engañemos, tan malo es, en esto de ilusionarse, pecar por exceso que hacerlo por defecto. Pero, al menos, el que no se ilusiona nunca, no se lleva decepciones. O se las lleva más pequeñas, si acaso. Me ilusiono con mi equipo. Me ilusiono con un videojuego. Me ilusiono en una boda. Me ilusiono en un Torneo Medieval. Me decepciona que mi equipo pierda la final (a veces pasa). Me decepciona que el videojuego se acabe muy pronto o sea demasiado difícil (casi siempre pasa). Me decepciona no encontrar a mi media naranja en una de las damas de honor de la boda (no pasa nunca). Me decepciona que en la Justa gane el Caballero Negro (esto pasa siempre). Un suponer, claro. Me ilusiona que me digas que quieres tomarte un café conmigo, pero me decepciona que te lo plantee tres veces y ninguna te venga bien. Me ilusiona que me digas que me vas a llamar, pero me decepciona que no lo hagas. Me ilusiona  conocerte, pero me decepciona haberte conocido. Y me fastidian estas cosas sobre todo cuando no soy yo quien te he buscado. Tú viniste a mí, nos conocíamos apenas de vista y me hablaste. Mi sentido arácnido se volvió loco, sólo me decía "¡Peligro! ¡Peligro!", pero no hice caso. Y al final me llevo una decepción, por el exceso de ilusión.

Pero ya basta. Ya he acabado. No quiero jugar más a esto. Me declaro oficialmente desilusionado. No responderé a las miradas de la gente, ni a las sonrisas, ni a los arrumacos extemporáneos. Nada de lo que nadie haga o me diga me hará cambiar de opinión. Me declaro lobo solitario, aún viviendo en una manada. Como dice la canción, nunca llevaré el corazón encima, por si me lo roban...

(Por cierto, si alguien lee esto y se da por aludido, que se olvide. No tengo tan mal gusto como para airear mis trapos sucios aquí, y a quien podría interesarle está fuera de estos ámbitos. Así que no seáis egocéntricos...)

jueves, 5 de abril de 2012

"New Piccadilly" 0059

Cuando decidí soltar lastre en mi vida, tú fuiste la primera en caer. Entonces (y a veces, aún hoy), me dolió como si mil millones de agujas hubiesen atravesado mi corazón, pero, casi un año después, veo que fue una decisión más que correcta. Por eso, ayer, cuando te vi sentada en la misma mesa de aquel vetusto café , el "New Piccadilly", cerca del Soho, un mar de sensaciones me embargó. Miles de horas nos pasamos allí, sentados, juntos. Si lo pienso, cualquier sitio en que estuviera me resultaba agradable si allí estabas tú. Incluso aquellos antros de modernos tan prestados de sí mismos en Kings' Cross, o aquellas malolientes guaridas de artistas malditos cerca de Camden Town. Al verte, como decía, este año de separación desapareció momentáneamente, y me acerqué a tu mesa, con la intención de sentarme a tu lado, como siempre hacía. Levantaste la vista, clavaste tus ojos en los míos y de manera cuasi-telepática me dijiste: "Siéntate a mi lado, volvamos a lo de antes, no sé si tú me echas de menos tanto como yo a ti, pero, si es así, ven, cuéntame qué has hecho todo este tiempo, con quién has estado, y si todo lo que has vivido ha mejorado en algo lo que tú y yo teníamos, si es así, no pasará nada, pero, si no has encontrado lo que buscabas, quizás podamos volver a empezar a buscarlo juntos...". Creo que me lo dijiste tú, pero quizá lo soñé, o quizá lo dije yo, quién sabe. El caso es que, a escaso metro y medio de ti, una fuerza invisible me retuvo, como si un muro de energía se interpusiera entre nosotros, durante interminables segundos. Me quedé allí, inmóvil, como congelado en el tiempo, mientras todas las endorfinas que embotaban mi cerebro se difuminaban hasta quedar completamente disueltas en mi torrente sanguíneo... Apartamos la mirada, seguimos a lo que estábamos y no nos dijimos nada... Me fui de aquel café emborrachado de sentimientos encontrados, amor, odio, ira, alegría, resentimiento...

Recordé en mi camino de vuelta a casa todo lo que fue nuestra no-relación. No estábamos juntos, pero no estábamos separados. Te dije que te amaba tantas veces que parecía una canción empalagosa de los Beatles, y sin embargo, tú sólo me lo dijiste una vez, en aquel pub tan inglés, tras tomarnos más pintas de Guinness de las que quizás hubiéramos debido. Me lo dijiste y cuando te miré a los ojos vi claro que era cierto... Ahí me enamoré de ti perdidamente, pero tú empezaste a alejarte de mí. Primero poco a poco, pasando un par de días o tres sin vernos... Luego semanas... Hasta que desapareciste tres meses por los bajos fondos arties de la cuidad que, sin ti, a diario me engullía, me masticaba y me escupía al frío y empedrado suelo. Ni cartas, ni llamadas, ni nada. Salvo aquella nota absurda, en la que, con letra temblorosa, me pedías que te esperara...

Apareciste al fin, el día que menos lo esperaba. Estabas delgada, pálida, y mojada bajo la lluvia que caía a mares sobre Kensington Road... No nos dijimos nada, tan sólo nos abrazamos y me prometiste que a partir de entonces siempre estaríamos juntos. Te perdoné por todas las puñaladas traperas que habías infligido a mi corazón, corazón que yo mismo te había entregado, e hicimos el amor como adolescentes enamorados... Pero, nuevamente, fue mentira. Así que, con un esfuerzo sobrehumano, y como quien se desengancha de la peor de las drogas, cerré mi corazón a cal y canto, y a mí con él, y decidí no volver a hablarte, ni a verte, ni a escribirte, ni a llamarte, ni a necesitarte nunca más. Fue duro, pero lo conseguí. Aún hoy a veces tengo recaídas, y me despierto a mitad de la noche, bañado en sudor y en lágrimas, deseando llamarte y pedirte que vuelvas... Pero siempre he conseguido ser fuerte, siempre me he resistido... Y, desde ayer sé que, si he podido resistirme a caer de nuevo teniéndote delante de mí, siempre podré luchar contra el fantasma de un amor que jamás existió plenamente más allá de mi propio corazón y me cerebro.

No te lo tomes a mal, pero no me engañaste tú, me engañé yo solito... Hasta nunca, espero.

domingo, 1 de abril de 2012

"Sor Citröen" 0058

Ayer, estaba en mi casa, tirado en el sofá, zapeando como un descosido, hasta que me crucé con "Cine de Barrio". Suelo pasar de estas pelis, ya las he visto mil veces, y me las sé casi de memoria, pero mi espíritu kitsch y retropop me hizo detenerme en ella. Ponían "Sor Citröen", otra vez. La pillé justo en la escena en la que la malograda (hay que poner esto, ¿no?) Gracita Morales lleva a una niña, con su vestidito sesentero y su corte de pelo de niño a ver su hermano pequeño, que está en otro orfanato, en el que el cura encargado es Juanjo Menéndez. Les dejan verse todas las semanas un par de horas, y, al separarse, la llantina llega de la pantalla al patio de butacas, del patio de butacas a la platea, y, por la magia catódica (aunque ya es más bien digital), de allí al salón de nuestras casas, quién lo diría en aquella época, ¿verdad?

El caso es que, al ver a esa niña, mis ojos se empañaron, y no por lo especialmente sensiblero de la historia, sino por los recuerdos que esa niña me trajeron de golpe, cosa que no me había pasado nunca hasta ayer, y que creo que volverán a mí cada vez que vuelva a ver esta película en las míltiples reemisiones que el destino y RTVE nos deparen. Esa niña, con el pelito corto, y con aquel vestido, era igual que tú en la foto aquella que me enseñaste de cuando tenías seis, o siete años, y me contaste que tus padres te cortaban el pelo a lo chico, aunque tú querías llevarlo largo, como las demás niñas. Esa foto en la que, a pesar del tiempo, ya se distinguían tus ojos de color aguamarina, y tu sonrisa pícara, de niña traviesa. Te conocí un día que ya no recuerdo apenas, y me enamoré de ti casi al instante. Hicimos planes que nunca se cumplieron, y que, visto lo visto, seguramente jamás lleguen a realizarse. Nos enfadamos, nos amigamos de nuevo, hablamos del futuro, del presente, de cosas de cuando éramos niños, de todos esos sueños que podríamos ver cumplidos, de todo, de todo aquello...

De todo aquello hoy ya apenas queda nada. Tan sólo la voz de tu conciencia que aparece de manera intermitente, a modo de Pepito Grillo, para recordarme que estás ahí, aunque ya prefiera no verte. No te confundas, no te aparté porque te odiara, sino más bien todo lo contrario. Las cosas son mejores cuando se saben de antemano, y nuestra amistad, o lo que fuera, nunca tuvo demasiado sentido. Tú eras fuego, juventud y fantasía juvenil. Yo era hielo, premadurez y fantasía crepuscular. No hubiera salido nada bueno de aquello y los dos lo sabíamos, aunque fingiéramos ignorarlo. Aquella tarde, en aquel bar al que no queríamos ir, supe que, si tú me lo hubieras pedido, me hubiera quedado contigo para siempre. Pero no lo hiciste. Normal. Mis fantasías crepusculares, como de cowboy derrotado, nunca se cumplen, y, en el fondo ambos sabíamos que eso no pasaría jamás. Sin embargo, aún hoy, me late fuerte el corazón cuando te recuerdo. Donde quiera que estés ahora, sólo te deseo que te vaya bien, y es de corazón, porque te amé, aunque tú lo dudaras. De momento, para no olvidarte del todo, tendré que esperar a que otro día, de esos que transcurren lentos, tirado y sólo en el sofá, mis dedos y el Universo se pongan en conjunción cósmica para volver a conectar con ese programa de cine caduco y casposo, y lo hagan justo en el instante en que esa niña que eres tú vaya a ver a ese otro niño que llora cuando ella se va, y que soy yo. A partir de ayer, una película de una monja que conduce un 2Cv será la llave de mis recuerdos hacia ti, que son muchos, y casi todos buenos. Nadie me preguntará a quién va dedicado esto, porque quienes lo tienen que saber ya lo saben, y, si me lees, sabrás que va dirigido a ti, porque estoy seguro de que a ti también te gusta "Sor Citröen"...

sábado, 25 de febrero de 2012

"Solo En El Andén" 0057

Cuando llegué,  no había nadie en el andén. El convoy acababa de abandonar la estación y las atareadas hormigas ya habían escapado, camino de Dios sabe dónde, más allá de las paredes del hormiguero ferroviario en el que cada mañana se introducían. Cuando llegué, estaba solo en el andén. El murmullo del túnel, reflejo del tránsito de trenes, era lo único que se oía, interrumpido tan sólo por el chisporroteo ocasional de la catenaria. Me planté ahí, viendo el reloj que marcaba el tiempo que faltaba para que el siguiente tren llegara. Lento, segundo a segundo, faltaban cerca de seis minutos. Cuando llegué, en el andén no había nadie, aunque ahora ya no estaba solo. Por las otras entradas, un par de hormigas nuevas miraban al vacío esperando la llegada de su tren. De nuestro tren.

Un instante después de que el reloj cruzara la frontera de los cinco minutos, llegó aquel tipo. Salió de la misma entrada que yo, llevaba gabardina gris y leía un periódico. No sé cuál, y la verdad es que, si lo pienso ahora, tampoco es nada importante. El caso es que en el andén estábamos las dos hormigas obreras, aquel tipo y yo. No había nadie más. Se acercó a mí, distraído, absorto en su noticiero impreso. Por un instante creí que chocaría conmigo, distraído como iba. Pero no. No sólo no chocó, sino que se colocó justo delante de mí. Pensé que sería algo momentáneo, algo transitorio, un mero instante, tratando de buscar acomodo en el andén. Pero no. Creí que se iría, que no se quedaría delante de mí, obstruyendo mi visión del reloj. Pero no.

El tipo aquel, el gris, se quedó justo delante de mí. Apenas unos centímetros por delante de mí. Como si no hubiera otro sitio. Como si no hubiera otro puto sitio. Cuatro minutos. Retrocedí unos pasos, para poder ver el reloj a pesar de la presencia de aquel extraño ser. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué? ¿Acaso lo hacía por molestarme? ¿Acaso aquel tipo quería decirme algo? Por mi cabeza pasaron varias ideas, como impulsos eléctricos imparables, dejando un poso crepitante en mis neuronas. Pensé en golpearle con el mango nacarado de mi paraguas en la base del cráneo. Una vez, dos, tres, hasta que se retorciera ensangrentado en el suelo entre estertores de muerte. Pensé acercarme por la espalda y ahorcarlo con el cable del cargador de mi smartphone, y dejar su cadáver tirado en el duro pavimento con los ojos fuera de sus órbitas, con esa conmovedora expresión de sorpresa que se les queda a los asfixiados. Pensé claro, en empujarle al paso del tren. Tres minutos apenas... Dos minutos cuarenta y cinco segundos... Dos minutos treinta... ¿Por qué no? Ahora ya había más gente en el andén. Quizás unos treinta o cuarenta. En poco más de dos minutos toda la estación estaría repleta de hormigas obreras, esperando ansiosas por entrar en las entrañas del monstruoso gusano de metal que las alejaría de allí. Nadie repararía en un pequeño tropezón, firme pero casual. Nadie sospecharía jamás que un cualquiera había podido sentir el irrefrenable impulso de tirar a un desconocido a las vías. Nadie... Un minuto...

Una corriente de aire invadió el andén, hecho premonitorio de la inminente llegada de un tren a la estación. Los cabellos, las gabardinas, las faldas, se movían al compás que marcaba el aire, mientras yo me acercaba de nuevo a la espalda de aquel tipo gris, que seguía atrapado en la lectura de su periódico. Algunos chisporroteos eléctricos y golpes metálicos anunciaban la pronta llegada del tren a su destino. La voz de megafonía anunció a todas las hormigas obreras la inminente entrada del convoy, mientras yo ya era la sombra de aquel petimetre inoportuno. Ya no veía el reloj, pero veía la luz de la máquina llegar al extremo contrario del andén... Tres... Dos... Mis manos se tensaron, mis músculos crepitaron, mi corazón se aceleró y mi frente comenzó a sudar de manera imperceptible. "Es tu fin" pensé, mientras calculaba mentalmente a qué distancia de la máquina debería empujarle para que no tuviera tiempo ni de reaccionar... Uno...

El tren llegó a su destino. Cientos de hormigas obreras subieron y bajaron de sus vagones. Incluido el tipo gris de gabardina que leía su periódico, ajeno a lo cerca que había estado de morir aquel día. No lo empujé porque no quise hacerlo. No a él. Vendrían más. Al fin y al cabo, cuando llegué no había nadie en el andén, aunque de eso haga ya más de diez horas. Hoy, veintitrés hormigas han estado a punto de morir atropelladas por el metro, y ninguna de ellas lo sabe. Pero bueno, da igual ahora. Porque ahora ya estoy de nuevo solo en el andén...