Powered By Blogger

martes, 16 de noviembre de 2010

"El Cataclismo" 0010

Si miro atrás y pienso seriamente todo lo que he vivido, me doy cuenta de que, en realidad, nada de lo que esperaba que sucediera en mi vida cuando era joven se cumplió. Nací el año que se proclamó al primer presidente negro de los hoy extintos Estados Unidos de América, hecho aquel que se tuvo como el gran cambio mundial que todos esperaban, pero que, transcurridos los años, se vio que no era para tanto. Un presidente vino, otro se fue. El que vino, con el tiempo también se fue, y otro ocupó su lugar, todo cambió para seguir igual, y al final, no pasó nada.  Desde la vieja Europa, sus habitantes observábamos la deriva del gigante anglosajón, que sin duda había comenzado varios años antes, y la pujanza del nuevo gran jefe del orden mundial: China. El gigante asiático, dormido y aletargado durante décadas, por fin despertó como el dragón que siempre había sido, y se convirtió en el nuevo mandamás global, apoyado en su superpoblación y su poderío militar y tecnológico.

Mi juventud transcurrió, lenta y dubitativa, entre las pocas ganas de estudiar, la certeza de que encontrar un trabajo decente era poco menos que inalcanzable y las hedonistas ganas de disfrutar de los placeres que nuestra avanzada civilización nos ofrecía. Intensas jornadas de estudio, en una desquiciada competición por ver quién conseguía las mejores notas en cada asignatura se entremezclaban con interminables fines de semana de entrega a la diversión, al sexo y al alcohol. Nada parecía poder hacernos variar estas rutinas, tomadas por la juventud como su propia tradición desde hacía ya algunas décadas. Millones de jóvenes de todo el mundo dedicábamos nuestra vida entera a trabajar o estudiar, para, acto seguido, pasar horas inconscientes, a merced de las más potentes drogas de diseño, imbuidos en futuristas videojuegos hiperrealistas, o en fantasías milagrosamente integradas en nuestros salones híper tecnificados. Toda la sociedad se hallaba inmersa en su bullicioso modo de vida, sin importarle que, en otras zonas del mundo se viviera en condiciones sólo comparables a las de siglos pasados. ¿Por qué preocuparse de algo que no se quería ver?

Así, como digo, transcurría la vida en la Tierra por aquellos años, hasta que, en una nunca antes contemplada e implacable combinación, la estupidez humana y la sabiduría de la naturaleza se mezclaron, dando como resultado lo que los historiadores actuales denominaron El Cataclismo. El fenómeno al que durante años se refirieron científicos y estudiosos como cambio climático, aún y a pesar de los vanos intentos de los gobiernos de todas las naciones poderosas del planeta, se reveló imparable, y dio como resultado una serie de sequías pertinaces que hicieron especial mella en los territorios que ocupaban las potencias del antaño denominado Primer Mundo, haciendo que gran parte de su población pereciera, bien por la escasez de agua y alimentos, bien en las tumultuosas revueltas que esta misma escasez propiciaba. Los gobiernos, incapaces de reaccionar, y presas del pánico, vieron en los países que antes ocupaban el furgón de cola del bienestar la salvación y la solución a sus problemas, al estar menos densamente poblados que los suyos propios. Sin embargo, esos países, en otro tiempo débiles e independientes, decidieron unirse en una rocosa federación que se extendió por gran parte de África y Asia, y que se hermanó con los países del sur del continente americano, y rechazó de plano las exigencias de las antiguas naciones ricas. No sirvieron condonaciones de deuda ni los sucesivos ofrecimientos para la implantación de industrias que harían llegar el dinero a mares a los lugares que nunca antes habían entrado en los planes de esas compañías.

Llegados a este punto, muchos dirigentes de los países que se veían ahora devastados por el hambre comenzaron a ponerse nerviosos, y, de esta forma, los gentiles ofrecimientos derivaron en veladas amenazas, y esas veladas amenazas, en poco tiempo, se convirtieron en abiertas declaraciones de guerra unilaterales, con ánimo de invadir los países que rechazaran acoger a los habitantes de las naciones poderosas. Los países mejor preparados comenzaron su campaña bélica contra las naciones del tercer mundo, sin calibrar las consecuencias que esto podría  acarrear. Nadie sabe exactamente cómo sucedió, pero un día, tres capitales de tres grandes naciones fueron arrasadas por sendas bombas atómicas. Millones de personas murieron, en segundos. Ante la amenaza de repetir estos ataques, los países que una vez fueron poderosos, a pesar de contar con mejores medios, y ante el pánico de la población a los ataques pseudo-terroristas indiscriminados, decidieron abdicar, y se rindieron frente a la ahora poderosa Federación de Países del Mundo. La Federación impuso severas condiciones a los países perdedores, y férreos controles fronterizos con leoninas exigencias para todo aquel que quisiera traspasar los límites de la misma. El quinto año de sequía mundial, tras dos años de la denominada Tercera Guerra Mundial, la población del planeta había descendido a una sexta parte de la existente antes del comienzo del Cataclismo. Y seguía bajando. Yo tuve suerte. Sobreviví.
La Vieja Europa agonizaba, ahogada por la falta de recursos y atenazada por las fronteras de la gran China y de la nueva Federación. Los Estados Unidos, en su mayor parte se habían convertido en un desierto, Asia y África eran terreno vedado y la única zona del mundo que, aparentemente se mantenía ajena a todo aquello era Oceanía. Al principio, por razones históricas, Australia se alineó con sus hermanos anglosajones, si bien pronto se dio cuenta de que la batalla estaba perdida de antemano y se dedicó a defender sus propias fronteras y a restañar las heridas recibidas por su temprana implicación en un conflicto abocado al fracaso desde el principio. Después de la guerra, decidieron imponer las mismas condiciones que chinos y federados a todo aquel que quisiera exiliarse en su territorio, para evitar mareas masivas de inmigrantes que pusieran en peligro su propia existencia, libre, sí, pero no por ello menos precaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario