Powered By Blogger

sábado, 25 de febrero de 2012

"Solo En El Andén" 0057

Cuando llegué,  no había nadie en el andén. El convoy acababa de abandonar la estación y las atareadas hormigas ya habían escapado, camino de Dios sabe dónde, más allá de las paredes del hormiguero ferroviario en el que cada mañana se introducían. Cuando llegué, estaba solo en el andén. El murmullo del túnel, reflejo del tránsito de trenes, era lo único que se oía, interrumpido tan sólo por el chisporroteo ocasional de la catenaria. Me planté ahí, viendo el reloj que marcaba el tiempo que faltaba para que el siguiente tren llegara. Lento, segundo a segundo, faltaban cerca de seis minutos. Cuando llegué, en el andén no había nadie, aunque ahora ya no estaba solo. Por las otras entradas, un par de hormigas nuevas miraban al vacío esperando la llegada de su tren. De nuestro tren.

Un instante después de que el reloj cruzara la frontera de los cinco minutos, llegó aquel tipo. Salió de la misma entrada que yo, llevaba gabardina gris y leía un periódico. No sé cuál, y la verdad es que, si lo pienso ahora, tampoco es nada importante. El caso es que en el andén estábamos las dos hormigas obreras, aquel tipo y yo. No había nadie más. Se acercó a mí, distraído, absorto en su noticiero impreso. Por un instante creí que chocaría conmigo, distraído como iba. Pero no. No sólo no chocó, sino que se colocó justo delante de mí. Pensé que sería algo momentáneo, algo transitorio, un mero instante, tratando de buscar acomodo en el andén. Pero no. Creí que se iría, que no se quedaría delante de mí, obstruyendo mi visión del reloj. Pero no.

El tipo aquel, el gris, se quedó justo delante de mí. Apenas unos centímetros por delante de mí. Como si no hubiera otro sitio. Como si no hubiera otro puto sitio. Cuatro minutos. Retrocedí unos pasos, para poder ver el reloj a pesar de la presencia de aquel extraño ser. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué? ¿Acaso lo hacía por molestarme? ¿Acaso aquel tipo quería decirme algo? Por mi cabeza pasaron varias ideas, como impulsos eléctricos imparables, dejando un poso crepitante en mis neuronas. Pensé en golpearle con el mango nacarado de mi paraguas en la base del cráneo. Una vez, dos, tres, hasta que se retorciera ensangrentado en el suelo entre estertores de muerte. Pensé acercarme por la espalda y ahorcarlo con el cable del cargador de mi smartphone, y dejar su cadáver tirado en el duro pavimento con los ojos fuera de sus órbitas, con esa conmovedora expresión de sorpresa que se les queda a los asfixiados. Pensé claro, en empujarle al paso del tren. Tres minutos apenas... Dos minutos cuarenta y cinco segundos... Dos minutos treinta... ¿Por qué no? Ahora ya había más gente en el andén. Quizás unos treinta o cuarenta. En poco más de dos minutos toda la estación estaría repleta de hormigas obreras, esperando ansiosas por entrar en las entrañas del monstruoso gusano de metal que las alejaría de allí. Nadie repararía en un pequeño tropezón, firme pero casual. Nadie sospecharía jamás que un cualquiera había podido sentir el irrefrenable impulso de tirar a un desconocido a las vías. Nadie... Un minuto...

Una corriente de aire invadió el andén, hecho premonitorio de la inminente llegada de un tren a la estación. Los cabellos, las gabardinas, las faldas, se movían al compás que marcaba el aire, mientras yo me acercaba de nuevo a la espalda de aquel tipo gris, que seguía atrapado en la lectura de su periódico. Algunos chisporroteos eléctricos y golpes metálicos anunciaban la pronta llegada del tren a su destino. La voz de megafonía anunció a todas las hormigas obreras la inminente entrada del convoy, mientras yo ya era la sombra de aquel petimetre inoportuno. Ya no veía el reloj, pero veía la luz de la máquina llegar al extremo contrario del andén... Tres... Dos... Mis manos se tensaron, mis músculos crepitaron, mi corazón se aceleró y mi frente comenzó a sudar de manera imperceptible. "Es tu fin" pensé, mientras calculaba mentalmente a qué distancia de la máquina debería empujarle para que no tuviera tiempo ni de reaccionar... Uno...

El tren llegó a su destino. Cientos de hormigas obreras subieron y bajaron de sus vagones. Incluido el tipo gris de gabardina que leía su periódico, ajeno a lo cerca que había estado de morir aquel día. No lo empujé porque no quise hacerlo. No a él. Vendrían más. Al fin y al cabo, cuando llegué no había nadie en el andén, aunque de eso haga ya más de diez horas. Hoy, veintitrés hormigas han estado a punto de morir atropelladas por el metro, y ninguna de ellas lo sabe. Pero bueno, da igual ahora. Porque ahora ya estoy de nuevo solo en el andén...