
El fallo fue simple, eterno, pero unitario. Las revoluciones de antaño eran constantes, altivas, multitudinarias... En la época de la carrera espacial, del hormigón y del cristal, nadie movió un dedo por alzarse contra nada que estuviera fuera de una pantalla. La Revolución fracasó, una vez ganada, porque nadie osó hablar ni decir nada. El silencio, como muro de contención de la desidia y la ignorancia, vomitó desprecio y desconfianza, y lo que hubiera podido ser un golpe de timón definitivo acabó siendo una breve y molesta turbulencia en nuestras vidas. Los poderosos, los concomitantes, los indulgentes, los ignorantes, todos, todos ganaron a la Revolución. Todos sacaron tajada de ella, todos la violentaron y la usaron a su antojo, convirtiéndola en logo y anuncio de una generación perdida, que no ha hallado una forma de despertar, dormida.
Una vez pasada la Revolución, una vez remplazados las farolas y los escaparates rotos, nada tomó una dirección distinta, nada varió. Incluidos nosotros, los revolucionarios, que, como presas de unas fiebres de temporada, una vez desarrollada la fiebre, una vez sanadas las calenturas, volvimos a nuestros quehaceres diarios, entre tristes y aburridos, sonriendo con apatía por el deber cumplido...
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