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lunes, 25 de julio de 2011

En Busca Del Tiempo Perdido 0055

Aún recuerdo el misterio, la sensación de incertidumbre, la curiosidad. Debía tener yo cinco o seis años, poco más. No estaba solo, íbamos en pandilla, como en casi todas las cosas que se hacían en los pueblos por aquella época. Yo era de los pequeños, y no sé si los más mayores tendrían diez, o doce años. Todos vivíamos en el mismo portal, íbamos la mismo colegio, jugábamos juntos a las mismas cosas. Éramos una pandilla como las de "Cuenta Conmigo", o "Los Goonies", o cualquiera de esas pelis ochenteras que ahora quedan ya lejanas pero que, en aquel momento, eran reflejo de mi infantil vida cotidiana.

Aún recuerdo la oscuridad tras la cortina de la puerta de entrada. Y aún recuerdo el olor de las palomitas recién hechas, pese a ser un cine pequeño, y de pueblo, uno de esos cines que sólo funcionaban entre semana, porque llegado el fin de semana se retiraban las butacas y se convertía en una sala de fiestas. Aquel día, el hijo del dueño que era uno de los nuestros, nos coló a toda la pandilla, a los diez o doce, porque ponían "una de aventuras", como se decía entonces. Nos sentamos, sin saber lo que nos esperaba, ni lo que íbamos a ver, ni nada. De pronto, de un agujero de la pared, surgió un haz luz. Una selva se materializó ante nosotros, y un tipo, con sombrero de ala y un látigo, buscaba tesoros en cuevas ocultas, escapaba de trampas inimaginables, y se partía la cara con unos tipos muy malencarados que, pasados los años, descubrí que eran Nazis, y todo lo que aquello significaba. Estuvimos allí, sentados, sin movernos, absortos, durante casi dos horas. Pirámides, serpientes, magia, héroes y villanos desfilaron frente a nosotros, haciendo que cada instante de aquella experiencia quedara grabada a fuego en mi memoria. Decidí que, si ser arqueólogo (o lo que fuera que aquello fuese) consistía en aquello, yo de mayor quería serlo. Decidí que, si alguna vez me perseguía algún malvado, le plantaría cara como hacía aquel tipo de nombre extraño. Decidí que, si alguna chica me gustaba, iría a por ella con chulería, gracia y decisión, como mi nuevo héroe.

La película acabó, y tan sólo una vez más volví a aquel cine, a ver una película muy mala de "El Llanero Solitario". Al poco tiempo, la sala de fiestas ardió, y, al reformarla, decidieron que ya no merecía la pena volver a montar en ella un cine. Al fin y al cabo, habían abierto un videoclub en el local de al lado, nadie lo echaría de menos. Con las llamas que acabaron con el cine "REX" (nombre ficticio, porque el real ya no lo recuerdo), ardieron los sueños, las risas y las lágrimas de todo un pueblo, de toda una generación. Pero en mí ya estaba inoculado el veneno del cine, de sus historias, de sus estrellas y sus maravillas. Nunca fui arqueólogo, después de todo. Nunca planté cara a un malvado de opereta, y las pocas veces que lo intenté me hicieron doblar el lomo. Nunca conquisté a la chica de la película, y ni siquiera sé si lo haré algún día. Pero, cuando siento nostalgia, cuando estoy triste, o simplemente, cuando quiero olvidarlo todo y pasar un buen rato, me acerco a un cine, compro una mágica entrada, y dejo que por mis ojos entren, y me posean, las vidas que me hubiera gustado haber vivido, los papeles que me hubiera gustado haber escrito, las estrellas de Hollywood que me hubiera gustado haber estrechado entre mis brazos, y los amores que me hubiera gustado haber vivido. Y durante esos instantes, durante esas más o menos dos horas, vuelvo de nuevo a ser aquel niño que veía a Indiana Jones escapar de todos los peligros que se le pusieran por delante...

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