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martes, 1 de marzo de 2011

"No Te Debo Nada" 043

No te debo ya nada. Ni el nombre. No has estado nunca donde tenías que estar, no has sido ningún ejemplo a seguir. No me has dado un sólo recuerdo amable de mi infancia, mi adolescencia, mi juventud o mi madurez. Y ahora que yaces ahí, frío, e inerte, ni siento pena ni tristeza. Ni alegría, sinceramente. Me da igual. Sólo me libera. Todas mis crisis, todos mis problemas de adaptación, toda mi falta de sociabilidad y todo lo que ello ha conllevado ha sido gracias a ti. A tu consideración. A tu decoro. A tu alcoholismo. A tu cariño jamás proyectado hacia nadie que no fueras tú mismo. Pudiste ser alguien feliz, alguien pleno, pudiste llevar una existencia placentera y feliz, pero escogiste ser un hijoputa amargado, un imbécil resentido contra el mundo que disfrutaba haciendo a los demás maldecir el momento en que te habían conocido. Eras maestro en convertir momentos agradables que en cualquier otra familia hubieran sido de celebración y algarabía en malos sueños propios de una película de terror, cercenada toda posibilidad de disfrute en tu mente envenenada por el alcohol, la envidia y el resentimiento. Conseguiste no dejar ni una sola festividad del calendario, ni un sólo cumpleaños sin tu marca de enfados, borracheras, agresiones verbales y psicológicas, desde Acción de Gracias hasta Navidades.

No te debo nada, salvo los malos momentos y un par de taras físicas que llegaron a mí a través tuyo. Otros niños iban de pesca, o aprendían a navegar en el lago, o sabían cómo se llamaban los árboles, los pájaros o los peces porque su padre se lo había enseñado. Yo no fui jamás a pescar, otra persona me enseñó a manejar el catamarán en el lago, porque tú no tenías paciencia ni tiempo entre copa y copa, y los pájaros, los árboles y los peces eran cosas que jamás vi con buenos ojos. Nunca tuve un amigo porque me daba vergüenza que te conocieran, ni tuve pareja por miedo a tener una familia, pues creía que la familia era la tortura continua que tú nos enseñaste a mi madre y a mis hermanos. Recibí ayuda psicológica de adolescente, siempre a escondidas, sin que tú te enteraras. Hubiera sido tu gran victoria. Y eso no podía ser. Me marché pronto de tu lado, si no físicamente, sí al menos afectivamente. Para mí siempre fuiste un extraño. Nunca estabas para nada, y las pocas veces que dabas muestras de humanidad eran tan breves y extemporáneas como tus raros periodos de abstinencia. Al final, huí de tu lado, y los únicos remordimientos que tuve fueron los de verme obligado a dejar a mis seres queridos a tu lado. Pero tenía que ser así, o hubiera acabado en cualquier prisión estatal, esperando en el corredor de la muerte, feliz por haber por fin acabado contigo. Me marché, dejé todo atrás, y por ti no me arrepiento. Mi vida desde entonces fue a mejor, aunque el daño que habías hecho en mi mente y en mi alma no curó jamás por completo.

Pasaron así años, grises y abotargados, de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, de problema en problema. Me enteré sin pretenderlo de que al final te todos te abandonaron, y acabaste, con la mente en blanco y solo, en manos de la beneficencia. Por ti me fui de mi casa, cambié de nombre e incluso de estado. Olvidé tu existencia en la medida de lo posible, hasta que un buen día alguien me encontró, y me dijo que habías muerto. Decidí hacer lo que tú no hubieras hecho. Dejarte marchar en paz, sin pena, rabia ni remordimiento. Organicé un funeral como tú te merecías. Hubo rosas, hubo cánticos y celebración. Me reencontré con la familia de la que por ti me había perdido y desarraigado. Lloré de rabia sobre tu ataúd abierto, y dejé que te enterraran, asegurándome de que tuvieras la tapa del ataúd bien claveteada, por si acaso despertabas. Púdrete en el infierno. En el infierno que nos hiciste vivir tú a todos los que un día te rodeamos...

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