Cuando decidí soltar lastre en mi vida, tú fuiste la primera en caer. Entonces (y a veces, aún hoy), me dolió como si mil millones de agujas hubiesen atravesado mi corazón, pero, casi un año después, veo que fue una decisión más que correcta. Por eso, ayer, cuando te vi sentada en la misma mesa de aquel vetusto café , el "New Piccadilly", cerca del Soho, un mar de sensaciones me embargó. Miles de horas nos pasamos allí, sentados, juntos. Si lo pienso, cualquier sitio en que estuviera me resultaba agradable si allí estabas tú. Incluso aquellos antros de modernos tan prestados de sí mismos en Kings' Cross, o aquellas malolientes guaridas de artistas malditos cerca de Camden Town. Al verte, como decía, este año de separación desapareció momentáneamente, y me acerqué a tu mesa, con la intención de sentarme a tu lado, como siempre hacía. Levantaste la vista, clavaste tus ojos en los míos y de manera cuasi-telepática me dijiste: "Siéntate a mi lado, volvamos a lo de antes, no sé si tú me echas de menos tanto como yo a ti, pero, si es así, ven, cuéntame qué has hecho todo este tiempo, con quién has estado, y si todo lo que has vivido ha mejorado en algo lo que tú y yo teníamos, si es así, no pasará nada, pero, si no has encontrado lo que buscabas, quizás podamos volver a empezar a buscarlo juntos...". Creo que me lo dijiste tú, pero quizá lo soñé, o quizá lo dije yo, quién sabe. El caso es que, a escaso metro y medio de ti, una fuerza invisible me retuvo, como si un muro de energía se interpusiera entre nosotros, durante interminables segundos. Me quedé allí, inmóvil, como congelado en el tiempo, mientras todas las endorfinas que embotaban mi cerebro se difuminaban hasta quedar completamente disueltas en mi torrente sanguíneo... Apartamos la mirada, seguimos a lo que estábamos y no nos dijimos nada... Me fui de aquel café emborrachado de sentimientos encontrados, amor, odio, ira, alegría, resentimiento...
Recordé en mi camino de vuelta a casa todo lo que fue nuestra no-relación. No estábamos juntos, pero no estábamos separados. Te dije que te amaba tantas veces que parecía una canción empalagosa de los Beatles, y sin embargo, tú sólo me lo dijiste una vez, en aquel pub tan inglés, tras tomarnos más pintas de Guinness de las que quizás hubiéramos debido. Me lo dijiste y cuando te miré a los ojos vi claro que era cierto... Ahí me enamoré de ti perdidamente, pero tú empezaste a alejarte de mí. Primero poco a poco, pasando un par de días o tres sin vernos... Luego semanas... Hasta que desapareciste tres meses por los bajos fondos arties de la cuidad que, sin ti, a diario me engullía, me masticaba y me escupía al frío y empedrado suelo. Ni cartas, ni llamadas, ni nada. Salvo aquella nota absurda, en la que, con letra temblorosa, me pedías que te esperara...
Apareciste al fin, el día que menos lo esperaba. Estabas delgada, pálida, y mojada bajo la lluvia que caía a mares sobre Kensington Road... No nos dijimos nada, tan sólo nos abrazamos y me prometiste que a partir de entonces siempre estaríamos juntos. Te perdoné por todas las puñaladas traperas que habías infligido a mi corazón, corazón que yo mismo te había entregado, e hicimos el amor como adolescentes enamorados... Pero, nuevamente, fue mentira. Así que, con un esfuerzo sobrehumano, y como quien se desengancha de la peor de las drogas, cerré mi corazón a cal y canto, y a mí con él, y decidí no volver a hablarte, ni a verte, ni a escribirte, ni a llamarte, ni a necesitarte nunca más. Fue duro, pero lo conseguí. Aún hoy a veces tengo recaídas, y me despierto a mitad de la noche, bañado en sudor y en lágrimas, deseando llamarte y pedirte que vuelvas... Pero siempre he conseguido ser fuerte, siempre me he resistido... Y, desde ayer sé que, si he podido resistirme a caer de nuevo teniéndote delante de mí, siempre podré luchar contra el fantasma de un amor que jamás existió plenamente más allá de mi propio corazón y me cerebro.
No te lo tomes a mal, pero no me engañaste tú, me engañé yo solito... Hasta nunca, espero.
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